sábado, abril 19, 2014

Y muchos otros signos del enamoramiento

La brisa acariciaba su ya alborotado cabello. La arena, cama natural por excelencia, les ofrecía tan anhelado reposo. Reposo por el que habían esperado desde inicios de semestre. Y, al fin, con tantísimas trasnochadas acumuladas y muchas más tazas servidas, se verían recompensados.
La imprudente sal jugueteaba entre las mejillas de ambos, osando regular la dulzura propia de la situación, añadiéndole pues un poco más de sabor a los exquisitos besos que figuraban en el centro de aquel crepuscular espectáculo.
– Deberíamos de tomar café un poco más seguido, ¿no crees? – susurró la pelirroja al oído del joven, no tanto por seducción como por eludir el rugido de las olas, dominante de aquella bahía.
– Me encantaría la idea, – respondió éste a brevedad.
– ¿Ah sí? ¿Cómo por qué?
– ¿Qué mejor que hacer lo que más te gusta con la persona que más te gusta?
Aun cuando no era la primera vez que lo conseguía, logró que sus cachetes combinaran con el brillante tono de su cabellera. Algo que, aunque no lo expresare, le volvía loco.
–  Entonces – logró reponer ella, después de recuperar el aliento – ¡tomemos café todos los días! En el desayuno y a media mañana, de nuevo. Para bajar la comida, como "tus francesitas" acostumbran hacerlo. A media tarde, mientras nos sentamos en la banqueta, y en la noche, para descansar plácidamente.
– Me encantaría, princesa, pero creo que no será posible. No me gustaría que entrases en el vicio – replicó, mientras le besaba su frente en señal de ternura.
– ¿Y por qué no quieres enviciarme? – protestó, cuan infante arremete contra el adulto que le niega el permiso de salir a jugar con sus amigos.
– Porque quiero ser tu único vicio. Ser el único que te quite el sueño. Ser yo quien te ponga a temblar cuando me encuentre ausente...
– Pero, si ya lo eres – callándolo con un beso, y cerrándole su pensamiento con un abrazo tan prolongado como duró el Sol esconderse, quizá con la intención de quedarse solos.
Se perdió su vista en el inmenso mar, recordando así cómo se había encontrado perdido esos días en los que quedase sin su chica, sumergido en aquel océano de soledad, en la penumbra de la duda, y sin su aire necesario para respirar.
– Hasta para dormir me haces falta – continuó, tras volver en sí de aquel viaje al pasado inmediato – Te llevaste contigo mi calma, mi sueño y mi reposo. Y, en cambio, me dejaste un gran insomnio. Ésto, y muchos otros signos del enamoramiento.
– Déjate de tonterías – replicó ella, callándolo de nuevo –. Levántate, quiero mostrarte un lugar.
Tomándole ambas manos, lo jaló mientras caminaban por la orilla de la playa, cuyo frío se iba haciendo imperceptible para ellos a medida que sus miradas se cruzaban. Porque todos saben lo que significa que dos enamorados se miren frente a frente y los efectos secundarios que acarrea. Sus ojos se encontraban encendidos, iluminando, como siempre, el camino del otro sobre la intrincada arena. Faltaba poco para llegar, y ambos sabían lo que iba a pasar.

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